A fines de los ’80, la preocupación por consolidar el régimen democrático tras el cierre de los procesos de transición, y la amenaza o temor siempre presente de regresión autoritaria, en el marco de la crisis de la deuda que acosaba a los Estados de la región, promovió un amplio debate institucional en el seno de la ciencia política, en cuyo marco se registraron propuestas de reforma del sistema político de tipo presidencialista.
El debate no era nuevo, en cuanto hundía sus raíces en la célebre discusión de la filosofía política desde los tiempos de la antigua Grecia respecto a cuál es la mejor forma de gobierno. Ya en la década del ´80, los ya clásicos textos de Juan Linz sobre las ventajas del parlamentarismo, plantearon un rico e interesante debate acerca de los efectos del diseño institucional presidencialista sobre la estabilidad de las democracias latinoamericanas. El trabajo pionero del politólogo español recibió desde entonces fuertes objeciones, sobre todo por la relación directa que establecía entre presidencialismo y quiebre de la democracia, pero tuvo el indudable mérito de poner en el centro del debate académico –y en menor medida político- la preocupación por las instituciones políticas, generando una prolífica producción académica sobre la materia.
El argumento central de Linz era que el presidencialismo se había erigido en uno de los principales obstáculos para la consolidación democrática, señalando entre sus principales problemas: la doble legitimidad democrática del presidente y del congreso, la probabilidad de graves conflictos entre poderes del Estado con capacidad de generar situaciones de parálisis institucional, la ausencia de un poder moderador u otras “válvulas de escape” para resolverlos, el carácter de suma-cero de las elecciones presidenciales y la consiguiente falta de incentivos para la cooperación, la polarización y confrontación potencial, la rigidez de los mandatos fijos como obstáculo para la resolución adecuada de las crisis, etc.
El debate adquiría peculiar relevancia en el contexto de las transiciones en curso en América Latina y Europa del Este. Muchos países debían definir su nuevo marco constitucional y diseño institucional. Mientras los países latinoamericanos se inclinaron por la restitución –con o sin modificaciones- de los sistemas presidencialistas preexistentes, las ex repúblicas soviéticas de Europa Central se inclinaron en su mayoría por sistemas parlamentarios o semi-parlamentarios. Desde entonces, el proceso de consolidación democrática ha avanzado en los países de la región latinoamericana sin grandes reformas del sistema presidencialista surgido durante las transiciones.
Los defensores del presidencialismo han impugnado la existencia de un supuesto vínculo de causalidad entre presidencialismo e inestabilidad democrática. Pero si bien es cierto que no puede señalarse al presidencialismo como responsable directo de los golpes de Estado y dictaduras que sufrimos, no es menos cierto que el diseño institucional argentino ha contribuido directamente al agravamiento de las crisis, configurando una democracia de baja calidad.
Este balance nos permite afirmar la conveniencia de reeditar el debate sobre los diseños institucionales. El contexto ya no es el que subyacía a los planteamientos de Linz, es decir el temor de una nueva regresión autoritaria, sino la constatación de los efectos que el diseño presidencialista tiene en términos de la calidad de la democracia.
No deja de llamar la atención que frente a la abrumadora evidencia en relación a los problemas del presidencialismo, y los obstáculos que éste diseño ha puesto en el camino de una democracia de calidad, este no sólo no ha sido sustituido en ningún país de Latinoamérica, sino que incluso ha sido profundizado en el marco de diversas reformas constitucionales.
Esta persistencia del régimen presidencialista puede ser atribuida a los intereses corporativos de una “clase política” formada en un juego cuyo único premio es la presidencia, es decir, un juego en que el ganador lo gana todo.
No son pocos los que sostienen asimismo el argumento conservador de que el presidencialismo hunde sus raíces en nuestras tradiciones, lo que no sólo tornaría desaconsejable su sustitución. Que el régimen presidencialista es una tradición arraigada en nuestra historia política, es un hecho incuestionable, pero se trata de una tradición cargada de frustraciones y plagada de fracasos, y que por tanto no tiene sentido mantener en pie.
Aferrarse a las instituciones del pasado, cuando éstas han fallado recurrentemente, por el temor a innovar, equivale a resignarse y renunciar a toda posibilidad de mejorar nuestro sistema democrático.
Aun conscientes de los límites de la “ingeniería institucional”, entendemos que los principios fundamentales de un sistema político pueden y deben ser ajustados e innovados de acuerdo con las nuevas realidades, necesidades e incluso aspiraciones políticas de la comunidad.