Los partidos políticos argentinos atraviesan una profunda crisis. Los problemas de gobernabilidad que han caracterizado a nuestra democracia recuperada en 1983, tuvieron un profundo impacto deslegitimador sobre las instituciones representativas en general, y los partidos políticos en particular. Como consecuencia de este fenómeno que se ha conocido como “crisis de representación”, las capacidades de agregación y articulación de intereses y de representación, es decir las llamadas funciones “tradicionales” de los partidos, han sufrido un progresivo deterioro. Otras funciones partidarias relevantes para el sistema político, como las de socialización, participación, legitimación del régimen político, formación de dirigentes, etc, tampoco han salido indemnes de este proceso.
Los déficit en la institucionalización del sistema de partidos son más que evidentes, y no dependen exclusivamente de la endeblez del vínculo representativo sino también de la débil organización interna de los partidos.
Si es cierto el apotegma de que no existe democracia moderna sin partidos políticos, también lo es que la calidad de la democracia dependerá en gran medida de la existencia de partidos políticos suficientemente representativos. En este marco, se torna necesaria una profunda e impostergable renovación de los partidos, a fin de adaptar sus estructuras tradicionales a los cambios que operan en nuestras sociedades y recuperar así su capacidad de funcionamiento pleno.
En este marco, resulta positivo el anunciado proceso de normalización y reorganización del Partido Justicialista, que parece haber reavivado en los medios de comunicación y en la opinión pública la discusión sobre los partidos políticos y su ineludible renovación. Sin embargo, el camino que se vislumbra hasta el momento en el caso del justicialismo lo acerca más al PRI mexicano que a la socialdemocracia europea o la concertación chilena.
Néstor Kirchner busca alinear detrás de su persona a casi la totalidad del peronismo. El ex presidente, quien no dudó en fustigar reiteradamente desde el discurso a la vieja política, vuelve a apoyarse así en el justicialismo, apelando a los interlocutores más tradicionales del aparato partidario. Ayer fueron la “transversalidad” y la “concertación plural”, hoy es el llamado a la reorganización del justicialismo, lo que en realidad expresa una estrategia de cooptación y disciplinamiento que intenta consolidar el proyecto hegemónico del gobierno.
La diversidad de corrientes y la heterogeneidad al interior del PJ era uno de los principales factores que parecían en última instancia evitar el hegemonismo. Sin embargo, esto parecería estar cambiando: el acuerdo con Lavagna, las recientes declaraciones de Duhalde y las constantes estrategias de cooptación y/o seducción de dirigentes son prueba de ello (Puerta, Marín, Romero, Reutemann, etc).
Vemos de esta forma que el oficialismo comenzó a desandar rápidamente el camino que lo llevará inexorablemente del proyecto de la “concertación plural” a la cúspide del vetusto aparato partidario del justicialismo. Abandona así la idea de reemplazar el “viejo” PJ por un espacio pretendidamente de “centroizquierda” que se erigiera como uno de los dos ejes estructurantes de un nuevo sistema de partidos de tipo europeo, desmintiendo entonces la presunta promesa de “renovación” en un claro deslizamiento hacia las tradicionales fórmulas que tanto afectaron la legitimidad de la política.
El justicialismo parece comenzar a desandar el camino que conduce hacia una posición de “partido hegemónico”, según la conocida clasificación de Giovanni Sartori. Y en este sentido, las analogías con el PRI mexicano, el caso paradigmático del partido hegemónico en América Latina, son más que evidentes. Al igual que el partido fundado por Plutarco Elías Calles en 1929, el justicialismo K aspira a aprovechar su presencia política, electoral y territorial para erigirse en una suerte de “partido-Estado”. Recordemos en este sentido que las principales características de los partidos hegemónicos son: prevalencia del control estatal por sobre la representación de intereses, capacidad de incorporar diversas clases político-sociales y económicas y redefinir la relación de fuerzas para favorecer la continuidad institucional; capacidad para acumular poder y ampliar las bases sociales de apoyo político, capacidad para trazar alianzas y cooptar opositores, etc.
El politólogo chileno Manuel Garretón señala que si bien las políticas correctivas del modelo neoliberal encaradas en diversos países de la región han tenido un éxito relativo en la lucha contra la pobreza y la indigencia, no han logrado avanzar sustantivamente en la lucha contra las desigualdades, en la medida en que no han enfrentado aun el problema de la redistribución del ingreso. Y lo paradójico de esta situación –continúa señalando Garretón- es que la resistencia a esas reformas redistributivas no provienen sólo de los sectores partidarios de la actual distribución de la riqueza, sino también de sectores políticos que afirman su progresismo.
En este contexto, entendemos que no habrá progresismo ni nueva política en América Latina sin reformas tributarias reviertan la profunda regresividad y el carácter asimétrico del sistema; sin reformas previsionales que pongan fin a la estafa perpetrada contra los trabajadores y que garanticen un sistema de seguridad social integral, justo y solidario; sin políticas sociales universales que logren romper los mecanismos clientelares de las políticas focalizadas que consolidan la exclusión; sin una nueva política en relación a los servicios públicos privatizados que garantice el acceso universal a los servicios esenciales; sin reformas educativas que reviertan la concepción economicista de la educación como gasto; sin reformas políticas que permitan el mejoramiento de la calidad institucional y promuevan una mayor participación social; y sin reformas laborales que promuevan la formalización y estabilidad a través de la generación de empleo digno y de calidad.
Como diría el célebre filósofo italiano Antonio Gramsci, nos movemos en tiempos en que lo nuevo no termina de aparecer y lo viejo no termina de morir.
Los déficit en la institucionalización del sistema de partidos son más que evidentes, y no dependen exclusivamente de la endeblez del vínculo representativo sino también de la débil organización interna de los partidos.
Si es cierto el apotegma de que no existe democracia moderna sin partidos políticos, también lo es que la calidad de la democracia dependerá en gran medida de la existencia de partidos políticos suficientemente representativos. En este marco, se torna necesaria una profunda e impostergable renovación de los partidos, a fin de adaptar sus estructuras tradicionales a los cambios que operan en nuestras sociedades y recuperar así su capacidad de funcionamiento pleno.
En este marco, resulta positivo el anunciado proceso de normalización y reorganización del Partido Justicialista, que parece haber reavivado en los medios de comunicación y en la opinión pública la discusión sobre los partidos políticos y su ineludible renovación. Sin embargo, el camino que se vislumbra hasta el momento en el caso del justicialismo lo acerca más al PRI mexicano que a la socialdemocracia europea o la concertación chilena.
Néstor Kirchner busca alinear detrás de su persona a casi la totalidad del peronismo. El ex presidente, quien no dudó en fustigar reiteradamente desde el discurso a la vieja política, vuelve a apoyarse así en el justicialismo, apelando a los interlocutores más tradicionales del aparato partidario. Ayer fueron la “transversalidad” y la “concertación plural”, hoy es el llamado a la reorganización del justicialismo, lo que en realidad expresa una estrategia de cooptación y disciplinamiento que intenta consolidar el proyecto hegemónico del gobierno.
La diversidad de corrientes y la heterogeneidad al interior del PJ era uno de los principales factores que parecían en última instancia evitar el hegemonismo. Sin embargo, esto parecería estar cambiando: el acuerdo con Lavagna, las recientes declaraciones de Duhalde y las constantes estrategias de cooptación y/o seducción de dirigentes son prueba de ello (Puerta, Marín, Romero, Reutemann, etc).
Vemos de esta forma que el oficialismo comenzó a desandar rápidamente el camino que lo llevará inexorablemente del proyecto de la “concertación plural” a la cúspide del vetusto aparato partidario del justicialismo. Abandona así la idea de reemplazar el “viejo” PJ por un espacio pretendidamente de “centroizquierda” que se erigiera como uno de los dos ejes estructurantes de un nuevo sistema de partidos de tipo europeo, desmintiendo entonces la presunta promesa de “renovación” en un claro deslizamiento hacia las tradicionales fórmulas que tanto afectaron la legitimidad de la política.
El justicialismo parece comenzar a desandar el camino que conduce hacia una posición de “partido hegemónico”, según la conocida clasificación de Giovanni Sartori. Y en este sentido, las analogías con el PRI mexicano, el caso paradigmático del partido hegemónico en América Latina, son más que evidentes. Al igual que el partido fundado por Plutarco Elías Calles en 1929, el justicialismo K aspira a aprovechar su presencia política, electoral y territorial para erigirse en una suerte de “partido-Estado”. Recordemos en este sentido que las principales características de los partidos hegemónicos son: prevalencia del control estatal por sobre la representación de intereses, capacidad de incorporar diversas clases político-sociales y económicas y redefinir la relación de fuerzas para favorecer la continuidad institucional; capacidad para acumular poder y ampliar las bases sociales de apoyo político, capacidad para trazar alianzas y cooptar opositores, etc.
El politólogo chileno Manuel Garretón señala que si bien las políticas correctivas del modelo neoliberal encaradas en diversos países de la región han tenido un éxito relativo en la lucha contra la pobreza y la indigencia, no han logrado avanzar sustantivamente en la lucha contra las desigualdades, en la medida en que no han enfrentado aun el problema de la redistribución del ingreso. Y lo paradójico de esta situación –continúa señalando Garretón- es que la resistencia a esas reformas redistributivas no provienen sólo de los sectores partidarios de la actual distribución de la riqueza, sino también de sectores políticos que afirman su progresismo.
En este contexto, entendemos que no habrá progresismo ni nueva política en América Latina sin reformas tributarias reviertan la profunda regresividad y el carácter asimétrico del sistema; sin reformas previsionales que pongan fin a la estafa perpetrada contra los trabajadores y que garanticen un sistema de seguridad social integral, justo y solidario; sin políticas sociales universales que logren romper los mecanismos clientelares de las políticas focalizadas que consolidan la exclusión; sin una nueva política en relación a los servicios públicos privatizados que garantice el acceso universal a los servicios esenciales; sin reformas educativas que reviertan la concepción economicista de la educación como gasto; sin reformas políticas que permitan el mejoramiento de la calidad institucional y promuevan una mayor participación social; y sin reformas laborales que promuevan la formalización y estabilidad a través de la generación de empleo digno y de calidad.
Como diría el célebre filósofo italiano Antonio Gramsci, nos movemos en tiempos en que lo nuevo no termina de aparecer y lo viejo no termina de morir.