SOCIALISMO Y DEMOCRACIA
El Socialismo como síntesis entre Libertad e Igualdad.
Con la caída del Muro de Berlín, el fin de la experiencia soviética y el colapso de los regímenes del Este, terminaba el corto siglo XX del que habla el historiador Eric Hobsbawm y nacía un Nuevo Orden Mundial. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, según la conocida metáfora de Carlos Marx. Un avance demoledor del capitalismo expresado en su fase neoliberal dejó como secuelas una verdadera catástrofe económica y social.
Vivimos desde entonces los tiempos de una globalización insolidaria y hegemónica, caracterizada por un capitalismo global cada vez más rapaz y explotador, y por una marcada tendencia hacia el unilateralismo en las relaciones internacionales. El credo “neoliberal”, apuntalado por el pensamiento único, ha sido en este sentido el correlato ideológico de esta globalización planteada en beneficio de los poderosos intereses del gran capital financiero internacional.
Esta verdadera mutación entregó un mundo a la vez globalizado pero muy fragmentado, formó nuevas estructuras de producción y de empleo que corroyeron la solidaridad de antaño, favoreció el individualismo en el seno de las sociedades, limitó la autonomía del los Estados, y llegó incluso a mermar las esperanzas que se pudieran depositar en la acción política. Se asistió así al nacimiento de una sociedad que Ulrich Beck ha dado en llamar “sociedad de riesgo”, por la inseguridad y desprotección que caracteriza a la existencia humana.
El desenlace de este proceso ha quedado al desnudo con el estallido de una nueva crisis mundial, equiparable por su extensión al crack de 1929. Crisis que no será la primera ni la última, puesto que éstas se han revelado como inherentes al mismo sistema capitalista. Como escribiera Marx en el Dieciocho Brumario, “los hechos y personajes históricos se repiten, primero como tragedia y luego como farsa”.
En América Latina, las políticas neoliberales promovidas por el Consenso de Washington demostraron las consecuencias de la versión fundamentalista del “libre mercado” con particular crudeza. El modelo neoliberal se tradujo en la implementación de un programa drástico de reformas estructurales, modelo de acumulación capitalista que acompañado y facilitado por la instalación de un nuevo modelo de dominación política, terminó produciendo una fuerte mutación y reconfiguración de las sociedades. Las políticas de ajuste estructural, conllevaron una severa reformulación del rol del Estado en la relación con la economía y la sociedad, lo cual trajo como correlato la consolidación de una nueva matriz social caracterizada por una fuerte dinámica de polarización y por la multiplicación de las desigualdades sociales.
Asistimos a una degradación y vaciamiento de la democracia, que comenzaba a asentarse más sobre la “delegación” que sobre la “representación”. El nuevo escenario social que otorgaba primacía absoluta al mercado produjo una fuerte erosión de la ciudadanía caracterizada por un severo retroceso de los derechos sociales que terminó afectando también a los derechos políticos y civiles. Se produjo de esta forma una fuerte dinámica descolectivizadora.
Walter Benjamin sostuvo que el progreso no es una persecución de los pájaros del cielo, sino una necesidad frenética de huir de los cadáveres esparcidos por los campos de batalla del pasado. Los pueblos que padecieron la catástrofe económica y social del neoliberalismo hoy expresan su hartazgo en las urnas e inauguran los nuevos vientos de cambio que soplan en la región. Se vuelve nuevamente a hablar así de socialismo en América Latina. Después de la larga noche de las dictaduras y las décadas de hegemonía neoliberal, los pueblos en democracia están acompañando con su voto experiencias que tratan de expresar las demandas populares. En este contexto, la relación entre democracia y socialismo tiene gran actualidad. Lo dicen muy bien los resultados de las últimas elecciones en la región: la elección de de Fernando Lugo en Paraguay, la reelección de Lula en Brasil, la consolidación del Frente Amplio y la presidencia de Tabaré Vázquez en Uruguay, el triunfo de Marcelo Fuentes y el FMLN en El Salvador, la reelección de Rafael Correa en Ecuador, y los sucesivos triunfos de Hugo Chávez en Venezuela.
La crisis del “socialismo real”, que hizo eclosión con la caída del Muro de Berlín, fue precisamente la crisis de un “modelo de socialismo” basado en la centralización estatista, burocrática y autoritaria –la “dictadura del proletariado”-, que en realidad nunca fue tal. Se trató de una concepción que negaba la democracia misma, en tanto y en cuanto sacrificaba la libertad en aras de una supuesta igualdad. El fracaso de ese modelo demostró que cuando se sacrifica la libertad, también se pierde la igualdad.
La relación entre socialismo y democracia es de carácter indisoluble: no hay socialismo sin democracia. El socialismo es en este sentido la libertad en la igualdad, la mejor síntesis de ambas. Ser socialistas en el siglo XXI significa plantear horizontes futuros en el sentido de la plasmación de una sociedad que garantice tanto la libertad como la igualdad. La plena libertad e igualdad de las personas en una sociedad solidaria y pluralista, que satisfaga las necesidades elementales de los ciudadanos, es y debe ser el propósito central del socialismo.
El socialismo exige siempre, como proyecto de emancipación, una ampliación y profundización de la democracia. No hay un modelo previo y acabado de socialismo. El socialismo no es un proyecto predestinado a realizarse en razón de condicionamientos estructurales de ninguna índole. El socialismo no es más que un proyecto siempre inacabado, una experiencia humana consistente en avanzar con la democracia, desde la política hacia la economía y también hacia la sociedad, en la búsqueda de mayores niveles de igualdad, libertad y justicia social.
La igualdad refuerza y profundiza la democracia. De ahí que sociedades profundamente desiguales como las latinoamericanas entren en contradicción con la definición misma de lo que debe ser una democracia sustantiva.
En este sentido, no puede esperarse que el crecimiento económico logre por sí solo mejorar las condiciones de vida de nuestras sociedades. El crecimiento económico parece concebirse como un fin en sí mismo, cuando en realidad debería ser el punto de partida para la búsqueda de la equidad y la redistribución.
La única forma de igualdad que es compatible con la libertad tal como es entendida por la doctrina liberal es la llamada “igualdad en la libertad”, inspirada en dos principios fundamentales enunciados en la mayoría de las normas constitucionales: la igualdad frente a la ley y la igualdad de derechos, fácilmente combinada con la desigualdad de las situaciones sociales.
Sin embargo, ninguno de estos principios de igualdad vinculados con el surgimiento del Estado liberal tiene que ver con el igualitarismo democrático, que se extiende hasta perseguir el ideal de una cierta equiparación económica que es ajeno a la tradición del pensamiento liberal. Es por ello que las desigualdades se vinculan con una democracia insuficiente, que se reduce casi exclusivamente a los aspectos procedimentales, a la libertad formal.
Hoy más que nunca es necesario defender la igualdad como valor cardinal a fin de garantizar las condiciones materiales en las que debe ejercerse esa libertad. Como señala José Nun, “todo compromiso con la libertad es también un compromiso con las precondiciones sociales de la libertad. Si éstas no se hallan presentes, (...) si el sujeto no dispone de una cuota mínima de dignidad y está dominado por miedos tan elementales tales como el de no lograr sobrevivir, se sigue que carece entonces de autonomía y que su presunta libertad se convierte en apenas un simulacro”
Esta igualdad como valor central debe ser entendida como el derecho de las personas a tener iguales oportunidades para acceder a los bienes social y económicamente relevantes. Igualdad que también implica equidad y mecanismos de justicia redistributiva basados en la solidaridad colectiva.
En este sentido, el punto central que debe tenerse en cuenta a la hora de discutir políticas públicas debe ser el tema de la igualdad. La democracia no puede “congelar” al nacer las oportunidades de vida de la población. Es evidente que una sociedad que proporcione a sus habitantes derechos de acceso a recursos sociales básicos (salud, educación, etc), les brindará en consecuencia mayores oportunidades de vida que permitirán ampliar su espacio de libertades.
Deben garantizarse entonces los derechos ciudadanos sobre la base del avance de la igualdad, garantizando así iguales posibilidades de acceso a las oportunidades que les permitan su superación y desarrollo. Como ha señalado Carlos Marx en su “Crítica al Programa de Gotha” (1875), una sociedad madura debe inscribir en su bandera el lema “de cada uno de acuerdo con su capacidad; a cada uno según su necesidad”.