lunes, 30 de noviembre de 2009

CIEN AÑOS DE “TEORIA Y PRACTICA DE LA HISTORIA”


Hace 100 años, en agosto de 1909, la ya desaparecida Editorial Lotito & Barberis editaba el libro “Teoría y Práctica de la Historia”, opera magna del Dr. Juan Bautista Justo. En esta monumental obra de 498 páginas, que sería reeditada en múltiples ocasiones, el ilustre fundador del socialismo argentino no sólo hacía gala de una fecunda erudición sin parangón en la política argentina de la época, sino que elaboraba teóricamente una propuesta que, partiendo del análisis de las condiciones sociales de la República Argentina que se insertaba por entonces en el sistema capitalista mundial, permitiera la constitución de un movimiento capaz de alcanzar una sociedad democrática y socialista.

En el marco de esta original operación intelectual, sin precedentes en una sociedad joven como la Argentina, Justo explicitará la relación crítica que mantenía –al igual que Jean Jaurés- con la versión esquemática del marxismo que hegemonizaba el movimiento socialista de la Segunda Internacional, de la mano de Kautsky y otros guardianes de la supuesta “pureza ideológica”. Esta natural “heterodoxia” y su aversión a los dogmatismos de cualquier especie, lo llevará a “adaptar críticamente” el legado teórico y político de Marx -que valoraba enormemente-, y otras modernas teorías económicas y científicas a la realidad argentina finisecular, eminentemente irreductible a la europea, rechazando desde un comienzo la supuesta validez de los modelos que muchos por entonces pretendían imitar y dando lugar a un pensamiento socialista caracterizado por su gran originalidad.

Justo comienza “Teoría y Práctica de la Historia” dando cuenta de su enorme confianza depositada en el papel de la ciencia y de la técnica para la realización del socialismo. “La ciencia es la actividad superior que conducirá al socialismo a su plena realización”, dirá en el capítulo “La religión, la ciencia y el arte” (XIV). La influencia del positivismo científico –muy en boga por entonces-, sumada a su siempre presente preocupación por los problemas concretos, estarán muy presentes en toda la obra.

El corazón de esta obra es indudablemente su “concepción económica de la historia”, desarrollada fundamentalmente en los capítulos III y IV, e inspirada claramente en el “Prólogo de la contribución a la crítica de la economía política” de Marx, que Justo conoce muy bien por haberlo traducido en 1891. Allí sostiene Justo que “los pueblos han hecho siempre su historia, pero más bien puede decirse que la han sufrido, han marchado al acaso, obedeciendo a impulsos ciegos, por un camino lleno de eventualidades y de riesgos”. Pero, “con el conocimiento de las leyes de la historia, pierde ésta su carácter a la vez rutinario y catastrófico, para convertirse en un desarrollo ordenado, en una práctica calculada y metódica”.

Sin embargo, no sucumbió al evolucionismo unilineal y determinismo ciego que primó en gran parte del socialismo de la Segunda Internacional. En este sentido, los capítulos “El Salariado” (VIII) y “Las formas típicas del privilegio” (IX), dan cuenta de que su “concepción económica de la historia” se complementa con una lectura esencialmente ética, desde la cual procura patentizar, denunciar y combatir la explotación capitalista en la Argentina.

Condena moral al capitalismo que se combina además con el llamado a la imprescindible acción política para combatir la explotación que se denunciaba, lo queda plasmado en los capítulos “Gremialismo Proletario” (XI), “La Cooperación Libre” (XII) y “Democracia Obrera” (XIII).

“Para comprender la historia, hay que hacerla” dirá en la introducción del libro. Justo veía así con meridiana claridad la necesidad de fundar en la acción política del proletariado, es decir, en el desarrollo de la organización y de la participación política de las masas, la transformación social “desde abajo” que permitiera la realización del socialismo en la República Argentina.

En momentos en que pareciera retornar el mito estatalista que enfatiza las supuestas transformaciones “desde arriba”, obturando la participación popular, quizás sea conveniente volver a leer al maestro Justo

Por Lucas Doldan - Publicado en La Vanguardia, noviembre de 2009.

jueves, 5 de noviembre de 2009

LA REFORMA POLITICA Y EL GATOPARDO


Tras las jornadas de diciembre de 2001, las más trágicas vividas en la historia de nuestra democracia recuperada en 1983, emergía en nuestro país un nuevo escenario caracterizado por la acuciante crisis económica y social, una profunda crisis de representación, y un proceso creciente de movilizaciones populares y protesta social. Se asistía entonces, en palabras de Luis A. Romero, a un “divorcio entre un sistema político democrático y una sociedad que se vaciaba de ciudadanía; un sistema fundado en la igualdad política pero que era incapaz de modificar la tendencia de la sociedad hacia la desigualdad creciente”.

Los cacerolazos y los piquetes eran así las dos caras de una misma moneda: una sociedad hastiada de los recurrentes fracasos y las “promesas incumplidas” que se articulaba en torno al “que se vayan todos”, consigna que sin dudas expresaba el grado más alto de la crisis de representación y de credibilidad de la dirigencia política cuyos orígenes podían rastrearse mucho tiempo atrás.

Ese descrédito de la “ilusión democrática” que había insuflado un nuevo sentido a la política tras la restauración democrática y la “primavera” alfoninista, explicaba en gran medida la profundidad de la crisis. Crisis que si bien es cierto que afortunadamente no condujo a un descrédito de la democracia como régimen político, dio lugar a un profundo descrédito de las instituciones representativas, fundamentalmente los partidos políticos y el Congreso Nacional.

En este contexto, desde distintos sectores políticos y sociales de la vida nacional se propusieron diversas iniciativas para la demorada reforma política, que una vez más quedó trunca. No era un tema nuevo en la agenda. Desde el retorno a la vida democrática en 1983, ningún gobierno se había privado de postular la necesidad de una reforma de carácter estructural en el sistema político en general, y en el sistema electoral en particular. Sin embargo, nunca se pudo o se quiso avanzar con la profundidad necesaria.

No es tarea nada fácil definir la “reforma política”, por más que muy a menudo se dé por sentado que todos sabemos en qué consiste. En este sentido, la reforma política puede estar referida a problemas de índole político-institucionales, al sistema de partidos, al sistema electoral, al financiamiento de los partidos, a las campañas electorales, al funcionamiento del Congreso, o incluso a la alternativa presidencialismo-parlamentarismo. Es decir, a un amplísimo espectro de temas.

A menudo se pierde de vista que para realizar una verdadera reforma política es esencial definir los objetivos de la misma con referencia a los problemas reales del sistema político, y no a los problemas de los políticos. Aquí adquiere plena vigencia la premisa de Sartori que sostiene que para realizar reformas institucionales en primer lugar es vital saber “qué” reformar, para luego sí pasar al “cómo” hacerlo.

Max Weber dijo alguna vez que era imposible concebir un sistema democrático que viviera sin partidos políticos; pero al mismo tiempo señalaba que el mal funcionamiento de los partidos políticos bien podía aniquilar un sistema democrático. Es cierto que sería inimaginable una democracia moderna sin partidos políticos en condiciones de cumplir las vitales funciones de mediación y representación, pero también es cierto que no podrá existir una democracia de calidad sin una profunda e impostergable reforma política que a la vez que fortalezca y renueve a los partidos políticos promueva una mayor participación ciudadana.

No debe caerse sin embargo en esa suerte de “fetichismo institucional” que campea en algunos discursos, y que parece sostener que determinadas instituciones son intrínsecamente buenas o malas, y que la reforma de éstas tendrá en consecuencia efectos automáticos sobre el sistema político y el comportamiento de los actores. Es necesario, desmitificar algunas pretendidas soluciones mágicas que nos hacen perder de vista lo importante.

La reforma política no debe agotarse por ello en la discusión del sistema electoral y del sistema de partidos. Debemos tener en cuenta además que los sistemas electorales son fundamentalmente instituciones “arbitrarias”. Como han demostrado los clásicos estudios de Duverger, Rae y Sartori, no sólo son “el instrumento más manipulable” sino también más determinante en el corto plazo del sistema político, fundamentalmente por su impacto en la configuración y funcionamiento del sistema de partidos. De allí que la reforma electoral debe ser fruto del consenso entre los partidos políticos, aunque técnica y jurídicamente esté sustentada por la Biblioteca de Alejandría.

El politólogo alemán Dieter Nohlen ya señalaba en la década del ’90 que en la Argentina las reformas electorales dependían en gran medida de especulaciones y cálculos políticos, sobre todo en razón de que tradicionalmente el sistema electoral no ha sido visto como una imprescindible regla de juego transparente y estable, sino como un instrumento de poder.

Con la propuesta del gobierno nacional no se agota la agenda de la reforma política en la República Argentina. El debate sobre ciertos aspectos para mejorar el sistema electoral y el financiamiento de la política puede ser importante; pero hoy más que nunca es necesario ir mucho más allá del voto y la “democracia electoral”.

El objetivo de la reforma política debería ser entonces el de mejorar la calidad de las reglas de juego del sistema político, haciéndolo más transparente, más inclusivo, y sobre todo, mucho más participativo.

De lo contrario, una vez más, veremos plasmarse aquella visión del aristócrata Príncipe Salina frente al ascenso incontenible de la burguesía en la Italia del siglo XIX , que con tanta prosa describiera Lampedusa en El Gatopardo: “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.