martes, 22 de diciembre de 2009

EL SOCIALISMO Y LA AGENDA PENDIENTE PARA LA CONSOLIDACION DE UNA DEMOCRACIA DE CALIDAD


Nos enfrentamos a una crisis institucional profunda, una situación que configura no una mera crisis de representación, sino una descomposición del propio entramado institucional que da cuentas del agotamiento del régimen político que emergió con la recuperación democrática de 1983.

La experiencia argentina expresa, entonces, no una consolidación de la democracia, sino más bien la “persistencia estable” de la misma. Si bien esta situación contradictoria, en la que un sistema basado en la igualdad política –el principio “un hombre, un voto”- convive con profundas brechas de desigualdad, no es obstáculo para la continuidad institucional del régimen democrático, es determinante en relación a su pobre calidad social e institucional.

De allí, que pueda señalarse que si bien “no hay malestar con la democracia, hay malestar en la democracia”. Lo que está en crisis indudablemente no es el régimen democrático sino la forma histórico-concreta que éste ha adquirido, es decir, la democracia liberal-representativa.

El liberalismo –en su versión conservadora más habitual- ha puesto en práctica una concepción de democracia meramente procedimental que ha obturado la dimensión participativa y deliberativa de la vida política, reduciendo así la noción de ciudadanía exclusivamente a la faz electoral. Enfatizando el valor de la representación política, y por ende la centralidad de los lazos verticales entre ciudadanos y dirigencia política, la tradición liberal-conservadora ha intentando así legitimar un régimen en el que la participación política podría ser prácticamente inexistente. En este sentido, los defensores de la democracia liberal-representativa han considerado históricamente a las ideas y prácticas democráticas como “peligrosas”, en particular las ideas de igualdad y autogobierno, alentando de esta forma “visiones resignadas de lo político”.

De todos modos, resulta claro que lo que hoy está en cuestión no es la democracia, sino “¿Qué democracia?”. Es decir, el problema no radica en el sistema democrático, sino precisamente en la insuficiente o pobre institucionalización que caracterizado al modelo de democracia liberal.

Entramos así en el siglo XXI con la proclamación reiterada del triunfo de la democracia, pero con la constatación de sus dificultades para cumplir con sus principios fundantes de igualdad, libertad y justicia social. Y entre estas dificultades encontramos uno de los más relevantes subproductos de la pobre calidad democrática, que es sin dudas la flagrante inequidad en la distribución del ingreso.

La sociedad que concebimos los socialistas debe ser intolerante con las desigualdades de cualquier especie. El eje que históricamente ha caracterizado al pensamiento socialista ha sido en este sentido la pasión por la igualdad, que debe ir siempre de la mano de la libertad en el camino del progreso social. Por ello, tenemos la convicción de que no habrá nueva política en Argentina sin una distribución más equitativa de la riqueza nacional.

Y creemos que es el Estado quien debe garantizar una base consistente de ciudadanía, promoviendo la igualdad. Pero hablamos de un nuevo Estado, un Estado austero, transparente y, sobre todo, altamente participativo. De allí que los socialistas concebimos el poder no como una finalidad sino como un instrumento activo para transformar la sociedad, procurando la máxima igualdad ciudadana.

Hoy, más que nunca, es necesario ir más allá del voto, y en el camino hacia una democracia de calidad, recuperar la idea de una esfera pública vibrante en la que la deliberación y la participación tornen posible el autogobierno individual y colectivo. Es necesario caminar hacia una democracia más auténtica, participativa, con procedimientos directos o semidirectos en las grandes decisiones políticas colectivas.

Los problemas de la democracia se corrigen con más y mejor democracia. Por ello, entendemos que las respuestas a los nuevos retos que la realidad de nuestro país nos plantea, han de construirse con la activa participación de los ciudadanos a través de una democracia cada vez de mayor calidad. Y la democracia de mayor calidad sólo puede conseguirse mediante el establecimiento de nuevos instrumentos participativos y deliberativos.

La democracia está ligada a la búsqueda y lucha permanente por la igualdad, la libertad y la justicia social, y por ello es precisamente una experiencia histórica siempre inacabada. La democracia ateniense, o en todo caso, ese ideal extraviado del autogobierno, debe seguir siendo la utopía democrática por excelencia, un objetivo que quizás nunca podamos alcanzar definitivamente pero al que siempre debemos tender y empujar.

Vivimos en tiempos de transición, donde si bien la realidad no siempre puede analizarse en blanco y en negro, hay indudablemente una agenda aun pendiente en el camino de la consolidación democrática.

El desafío, aquí y ahora, es avanzar más allá de los límites del modelo de democracia libera-representativa, para dar lugar a una democracia más transparente y participativa, que retome los principios históricos que inspiraron las luchas democráticas, la igualdad, la libertad, la solidaridad y la justicia social. Y para ello es necesario sentar los cimientos de una democracia de nuevas bases, que conjugue calidad institucional y distribución social y federal de la riqueza nacional.

lunes, 30 de noviembre de 2009

CIEN AÑOS DE “TEORIA Y PRACTICA DE LA HISTORIA”


Hace 100 años, en agosto de 1909, la ya desaparecida Editorial Lotito & Barberis editaba el libro “Teoría y Práctica de la Historia”, opera magna del Dr. Juan Bautista Justo. En esta monumental obra de 498 páginas, que sería reeditada en múltiples ocasiones, el ilustre fundador del socialismo argentino no sólo hacía gala de una fecunda erudición sin parangón en la política argentina de la época, sino que elaboraba teóricamente una propuesta que, partiendo del análisis de las condiciones sociales de la República Argentina que se insertaba por entonces en el sistema capitalista mundial, permitiera la constitución de un movimiento capaz de alcanzar una sociedad democrática y socialista.

En el marco de esta original operación intelectual, sin precedentes en una sociedad joven como la Argentina, Justo explicitará la relación crítica que mantenía –al igual que Jean Jaurés- con la versión esquemática del marxismo que hegemonizaba el movimiento socialista de la Segunda Internacional, de la mano de Kautsky y otros guardianes de la supuesta “pureza ideológica”. Esta natural “heterodoxia” y su aversión a los dogmatismos de cualquier especie, lo llevará a “adaptar críticamente” el legado teórico y político de Marx -que valoraba enormemente-, y otras modernas teorías económicas y científicas a la realidad argentina finisecular, eminentemente irreductible a la europea, rechazando desde un comienzo la supuesta validez de los modelos que muchos por entonces pretendían imitar y dando lugar a un pensamiento socialista caracterizado por su gran originalidad.

Justo comienza “Teoría y Práctica de la Historia” dando cuenta de su enorme confianza depositada en el papel de la ciencia y de la técnica para la realización del socialismo. “La ciencia es la actividad superior que conducirá al socialismo a su plena realización”, dirá en el capítulo “La religión, la ciencia y el arte” (XIV). La influencia del positivismo científico –muy en boga por entonces-, sumada a su siempre presente preocupación por los problemas concretos, estarán muy presentes en toda la obra.

El corazón de esta obra es indudablemente su “concepción económica de la historia”, desarrollada fundamentalmente en los capítulos III y IV, e inspirada claramente en el “Prólogo de la contribución a la crítica de la economía política” de Marx, que Justo conoce muy bien por haberlo traducido en 1891. Allí sostiene Justo que “los pueblos han hecho siempre su historia, pero más bien puede decirse que la han sufrido, han marchado al acaso, obedeciendo a impulsos ciegos, por un camino lleno de eventualidades y de riesgos”. Pero, “con el conocimiento de las leyes de la historia, pierde ésta su carácter a la vez rutinario y catastrófico, para convertirse en un desarrollo ordenado, en una práctica calculada y metódica”.

Sin embargo, no sucumbió al evolucionismo unilineal y determinismo ciego que primó en gran parte del socialismo de la Segunda Internacional. En este sentido, los capítulos “El Salariado” (VIII) y “Las formas típicas del privilegio” (IX), dan cuenta de que su “concepción económica de la historia” se complementa con una lectura esencialmente ética, desde la cual procura patentizar, denunciar y combatir la explotación capitalista en la Argentina.

Condena moral al capitalismo que se combina además con el llamado a la imprescindible acción política para combatir la explotación que se denunciaba, lo queda plasmado en los capítulos “Gremialismo Proletario” (XI), “La Cooperación Libre” (XII) y “Democracia Obrera” (XIII).

“Para comprender la historia, hay que hacerla” dirá en la introducción del libro. Justo veía así con meridiana claridad la necesidad de fundar en la acción política del proletariado, es decir, en el desarrollo de la organización y de la participación política de las masas, la transformación social “desde abajo” que permitiera la realización del socialismo en la República Argentina.

En momentos en que pareciera retornar el mito estatalista que enfatiza las supuestas transformaciones “desde arriba”, obturando la participación popular, quizás sea conveniente volver a leer al maestro Justo

Por Lucas Doldan - Publicado en La Vanguardia, noviembre de 2009.

jueves, 5 de noviembre de 2009

LA REFORMA POLITICA Y EL GATOPARDO


Tras las jornadas de diciembre de 2001, las más trágicas vividas en la historia de nuestra democracia recuperada en 1983, emergía en nuestro país un nuevo escenario caracterizado por la acuciante crisis económica y social, una profunda crisis de representación, y un proceso creciente de movilizaciones populares y protesta social. Se asistía entonces, en palabras de Luis A. Romero, a un “divorcio entre un sistema político democrático y una sociedad que se vaciaba de ciudadanía; un sistema fundado en la igualdad política pero que era incapaz de modificar la tendencia de la sociedad hacia la desigualdad creciente”.

Los cacerolazos y los piquetes eran así las dos caras de una misma moneda: una sociedad hastiada de los recurrentes fracasos y las “promesas incumplidas” que se articulaba en torno al “que se vayan todos”, consigna que sin dudas expresaba el grado más alto de la crisis de representación y de credibilidad de la dirigencia política cuyos orígenes podían rastrearse mucho tiempo atrás.

Ese descrédito de la “ilusión democrática” que había insuflado un nuevo sentido a la política tras la restauración democrática y la “primavera” alfoninista, explicaba en gran medida la profundidad de la crisis. Crisis que si bien es cierto que afortunadamente no condujo a un descrédito de la democracia como régimen político, dio lugar a un profundo descrédito de las instituciones representativas, fundamentalmente los partidos políticos y el Congreso Nacional.

En este contexto, desde distintos sectores políticos y sociales de la vida nacional se propusieron diversas iniciativas para la demorada reforma política, que una vez más quedó trunca. No era un tema nuevo en la agenda. Desde el retorno a la vida democrática en 1983, ningún gobierno se había privado de postular la necesidad de una reforma de carácter estructural en el sistema político en general, y en el sistema electoral en particular. Sin embargo, nunca se pudo o se quiso avanzar con la profundidad necesaria.

No es tarea nada fácil definir la “reforma política”, por más que muy a menudo se dé por sentado que todos sabemos en qué consiste. En este sentido, la reforma política puede estar referida a problemas de índole político-institucionales, al sistema de partidos, al sistema electoral, al financiamiento de los partidos, a las campañas electorales, al funcionamiento del Congreso, o incluso a la alternativa presidencialismo-parlamentarismo. Es decir, a un amplísimo espectro de temas.

A menudo se pierde de vista que para realizar una verdadera reforma política es esencial definir los objetivos de la misma con referencia a los problemas reales del sistema político, y no a los problemas de los políticos. Aquí adquiere plena vigencia la premisa de Sartori que sostiene que para realizar reformas institucionales en primer lugar es vital saber “qué” reformar, para luego sí pasar al “cómo” hacerlo.

Max Weber dijo alguna vez que era imposible concebir un sistema democrático que viviera sin partidos políticos; pero al mismo tiempo señalaba que el mal funcionamiento de los partidos políticos bien podía aniquilar un sistema democrático. Es cierto que sería inimaginable una democracia moderna sin partidos políticos en condiciones de cumplir las vitales funciones de mediación y representación, pero también es cierto que no podrá existir una democracia de calidad sin una profunda e impostergable reforma política que a la vez que fortalezca y renueve a los partidos políticos promueva una mayor participación ciudadana.

No debe caerse sin embargo en esa suerte de “fetichismo institucional” que campea en algunos discursos, y que parece sostener que determinadas instituciones son intrínsecamente buenas o malas, y que la reforma de éstas tendrá en consecuencia efectos automáticos sobre el sistema político y el comportamiento de los actores. Es necesario, desmitificar algunas pretendidas soluciones mágicas que nos hacen perder de vista lo importante.

La reforma política no debe agotarse por ello en la discusión del sistema electoral y del sistema de partidos. Debemos tener en cuenta además que los sistemas electorales son fundamentalmente instituciones “arbitrarias”. Como han demostrado los clásicos estudios de Duverger, Rae y Sartori, no sólo son “el instrumento más manipulable” sino también más determinante en el corto plazo del sistema político, fundamentalmente por su impacto en la configuración y funcionamiento del sistema de partidos. De allí que la reforma electoral debe ser fruto del consenso entre los partidos políticos, aunque técnica y jurídicamente esté sustentada por la Biblioteca de Alejandría.

El politólogo alemán Dieter Nohlen ya señalaba en la década del ’90 que en la Argentina las reformas electorales dependían en gran medida de especulaciones y cálculos políticos, sobre todo en razón de que tradicionalmente el sistema electoral no ha sido visto como una imprescindible regla de juego transparente y estable, sino como un instrumento de poder.

Con la propuesta del gobierno nacional no se agota la agenda de la reforma política en la República Argentina. El debate sobre ciertos aspectos para mejorar el sistema electoral y el financiamiento de la política puede ser importante; pero hoy más que nunca es necesario ir mucho más allá del voto y la “democracia electoral”.

El objetivo de la reforma política debería ser entonces el de mejorar la calidad de las reglas de juego del sistema político, haciéndolo más transparente, más inclusivo, y sobre todo, mucho más participativo.

De lo contrario, una vez más, veremos plasmarse aquella visión del aristócrata Príncipe Salina frente al ascenso incontenible de la burguesía en la Italia del siglo XIX , que con tanta prosa describiera Lampedusa en El Gatopardo: “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.

miércoles, 1 de julio de 2009

Democracia y Representación

LA DISTANCIA ENTRE GOBERNANTES Y GOBERNADOS

La idea de la "democracia liberal-representativa" es eminentemente "moderna". A los ciudadanos de la democracia ateniense, esa extraña combinación entre dos términos a simple vista antagónicos les hubiera parecido un oxímoron incomprensible.

El término de "democracia representativa" será acuñado por Montesquieu y comenzará a ser aplicado desde fines del siglo XVIII en referencia a los sistemas políticos representativos que buscaban atenuar los temores a la democracia directa y el "gobierno de las masas", provocados por las experiencias que comenzando en Atenas se habían extendido hasta la Revolución Francesa inspiradas por el pensamiento del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau.

La idea de representación política, y su aplicación a la democracia contemporánea, es de esta forma una construcción histórica no exenta de problemas ni contradicciones. La democracia representativa supone que esa minoría gobernante persigue el interés general, y que lleva adelante esa tarea con una independencia casi total frente a la ciudadanía. Esa independencia, que es el rasgo central de los gobiernos representativos modernos, ha conducido con demasiada frecuencia al establecimiento de un poder de corte paternalista o tutelar.

En definitiva, el sistema representativo tiene más de delegación del poder que de representación, porque los ciudadanos dejan en manos de los gobernantes el manejo de las decisiones políticas trascendentales, con un grado de control ciudadano que en la mayoría de los casos resulta muy bajo.

No puede darse por definitivo el triunfo del sistema representativo, que atraviesa desde hace décadas una profunda crisis de legitimidad. El régimen liberal-representativo es en este sentido responsable de las “promesas incumplidas de la democracia” que ha señalado Norberto Bobbio: la supresión de los cuerpos intermedios, la salvaguardia de los intereses nacionales, la eliminación de las oligarquías, la supresión de los poderes invisibles, la participación más amplia posible de los ciudadanos en las decisiones colectivas y, por último, la educación del ciudadano.

De todos modos, lo que hoy está en cuestión no es la legitimidad de la democracia, sino, como dirían Bobbio y Díaz, “¿Qué democracia?”. Es decir, el problema no radica en el sistema democrático, sino en su insuficiente institucionalización. Por ello, es necesario caminar hacia una democracia más auténtica, participativa, con procedimientos directos o semidirectos para la adopción de las grandes decisiones políticas colectivas.

Un análisis comparado muestra que la mayoría de las Constituciones latinoamericanas han incorporado desde los comienzos de las transiciones a la democracia hace ya casi 30 años atrás, diversos mecanismos de democracia directa, a saber: iniciativa legislativa popular, plebiscito, referéndum, consulta popular, revocatoria de mandato, etc. Sin embargo, el análisis de la experiencia latinoamericana evidencia que la utilización de los mecanismos de democracia directa ha sido modesta. En efecto, estas instituciones han sido utilizadas en 11 de los 16 países que regulan estos, pero de manera frecuente sólo en cuatro de ellos: Uruguay y Ecuador, y más recientemente en Venezuela y Bolivia.

Hay quienes sostienen la existencia de una contraposición peligrosa entre la democracia representativa y la democracia directa, así como el riesgo de una potencial utilización demagógica de estas instituciones. Sin embargo, esta supuesta contradicción no es tal, ya que las instituciones de democracia directa, más que una alternativa, deben ser vistas como complemento de la democracia representativa.

En este sentido, el término de "democracia participativa" aparece como un concepto intermedio entre "democracia directa" y "democracia representativa", cuya conceptualización es mucho más reciente, y nos refiere a la búsqueda de mecanismos políticos para que todos los ciudadanos puedan implicarse en asuntos de la vida pública a través de la participación en la toma de decisiones políticas relevantes.

Por ello es importante que los mecanismos de democracia directa o de democracia participativa sean vistos como instrumentos para fortalecer el sistema democrático, que complementan —pero no sustituyen— a las instituciones de la democracia representativa. Si bien este tipo de mecanismos pueden fortalecer la legitimidad política y abrir canales de participación que amplíen las fronteras de la democracia representativa, los partidos políticos y los Parlamentos deben mantenerse como las instituciones centrales donde se articulan las preferencias ciudadanas, y deben ser fortalecidos con el objetivo de mejorar la legitimidad y la calidad social e institucional de la democracia.

En palabras del filósofo Paul Ricoeur, "reducir la distancia entre gobernantes y gobernados siempre ha sido la meta inalcanzable de la política, pero a pesar de eso, los gobernantes tienen que buscar su realización sin cansarse".

lunes, 27 de abril de 2009


SOCIALISMO Y DEMOCRACIA


El Socialismo como síntesis entre Libertad e Igualdad.



Con la caída del Muro de Berlín, el fin de la experiencia soviética y el colapso de los regímenes del Este, terminaba el corto siglo XX del que habla el historiador Eric Hobsbawm y nacía un Nuevo Orden Mundial. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, según la conocida metáfora de Carlos Marx. Un avance demoledor del capitalismo expresado en su fase neoliberal dejó como secuelas una verdadera catástrofe económica y social.

Vivimos desde entonces los tiempos de una globalización insolidaria y hegemónica, caracterizada por un capitalismo global cada vez más rapaz y explotador, y por una marcada tendencia hacia el unilateralismo en las relaciones internacionales. El credo “neoliberal”, apuntalado por el pensamiento único, ha sido en este sentido el correlato ideológico de esta globalización planteada en beneficio de los poderosos intereses del gran capital financiero internacional.

Esta verdadera mutación entregó un mundo a la vez globalizado pero muy fragmentado, formó nuevas estructuras de producción y de empleo que corroyeron la solidaridad de antaño, favoreció el individualismo en el seno de las sociedades, limitó la autonomía del los Estados, y llegó incluso a mermar las esperanzas que se pudieran depositar en la acción política. Se asistió así al nacimiento de una sociedad que Ulrich Beck ha dado en llamar “sociedad de riesgo”, por la inseguridad y desprotección que caracteriza a la existencia humana.

El desenlace de este proceso ha quedado al desnudo con el estallido de una nueva crisis mundial, equiparable por su extensión al crack de 1929. Crisis que no será la primera ni la última, puesto que éstas se han revelado como inherentes al mismo sistema capitalista. Como escribiera Marx en el Dieciocho Brumario, “los hechos y personajes históricos se repiten, primero como tragedia y luego como farsa”.

En América Latina, las políticas neoliberales promovidas por el Consenso de Washington demostraron las consecuencias de la versión fundamentalista del “libre mercado” con particular crudeza. El modelo neoliberal se tradujo en la implementación de un programa drástico de reformas estructurales, modelo de acumulación capitalista que acompañado y facilitado por la instalación de un nuevo modelo de dominación política, terminó produciendo una fuerte mutación y reconfiguración de las sociedades. Las políticas de ajuste estructural, conllevaron una severa reformulación del rol del Estado en la relación con la economía y la sociedad, lo cual trajo como correlato la consolidación de una nueva matriz social caracterizada por una fuerte dinámica de polarización y por la multiplicación de las desigualdades sociales.

Asistimos a una degradación y vaciamiento de la democracia, que comenzaba a asentarse más sobre la “delegación” que sobre la “representación”. El nuevo escenario social que otorgaba primacía absoluta al mercado produjo una fuerte erosión de la ciudadanía caracterizada por un severo retroceso de los derechos sociales que terminó afectando también a los derechos políticos y civiles. Se produjo de esta forma una fuerte dinámica descolectivizadora.

Walter Benjamin sostuvo que el progreso no es una persecución de los pájaros del cielo, sino una necesidad frenética de huir de los cadáveres esparcidos por los campos de batalla del pasado. Los pueblos que padecieron la catástrofe económica y social del neoliberalismo hoy expresan su hartazgo en las urnas e inauguran los nuevos vientos de cambio que soplan en la región. Se vuelve nuevamente a hablar así de socialismo en América Latina. Después de la larga noche de las dictaduras y las décadas de hegemonía neoliberal, los pueblos en democracia están acompañando con su voto experiencias que tratan de expresar las demandas populares. En este contexto, la relación entre democracia y socialismo tiene gran actualidad. Lo dicen muy bien los resultados de las últimas elecciones en la región: la elección de de Fernando Lugo en Paraguay, la reelección de Lula en Brasil, la consolidación del Frente Amplio y la presidencia de Tabaré Vázquez en Uruguay, el triunfo de Marcelo Fuentes y el FMLN en El Salvador, la reelección de Rafael Correa en Ecuador, y los sucesivos triunfos de Hugo Chávez en Venezuela.

La crisis del “socialismo real”, que hizo eclosión con la caída del Muro de Berlín, fue precisamente la crisis de un “modelo de socialismo” basado en la centralización estatista, burocrática y autoritaria –la “dictadura del proletariado”-, que en realidad nunca fue tal. Se trató de una concepción que negaba la democracia misma, en tanto y en cuanto sacrificaba la libertad en aras de una supuesta igualdad. El fracaso de ese modelo demostró que cuando se sacrifica la libertad, también se pierde la igualdad.

La relación entre socialismo y democracia es de carácter indisoluble: no hay socialismo sin democracia. El socialismo es en este sentido la libertad en la igualdad, la mejor síntesis de ambas. Ser socialistas en el siglo XXI significa plantear horizontes futuros en el sentido de la plasmación de una sociedad que garantice tanto la libertad como la igualdad. La plena libertad e igualdad de las personas en una sociedad solidaria y pluralista, que satisfaga las necesidades elementales de los ciudadanos, es y debe ser el propósito central del socialismo.

El socialismo exige siempre, como proyecto de emancipación, una ampliación y profundización de la democracia. No hay un modelo previo y acabado de socialismo. El socialismo no es un proyecto predestinado a realizarse en razón de condicionamientos estructurales de ninguna índole. El socialismo no es más que un proyecto siempre inacabado, una experiencia humana consistente en avanzar con la democracia, desde la política hacia la economía y también hacia la sociedad, en la búsqueda de mayores niveles de igualdad, libertad y justicia social.

La igualdad refuerza y profundiza la democracia. De ahí que sociedades profundamente desiguales como las latinoamericanas entren en contradicción con la definición misma de lo que debe ser una democracia sustantiva.

En este sentido, no puede esperarse que el crecimiento económico logre por sí solo mejorar las condiciones de vida de nuestras sociedades. El crecimiento económico parece concebirse como un fin en sí mismo, cuando en realidad debería ser el punto de partida para la búsqueda de la equidad y la redistribución.

La única forma de igualdad que es compatible con la libertad tal como es entendida por la doctrina liberal es la llamada “igualdad en la libertad”, inspirada en dos principios fundamentales enunciados en la mayoría de las normas constitucionales: la igualdad frente a la ley y la igualdad de derechos, fácilmente combinada con la desigualdad de las situaciones sociales.

Sin embargo, ninguno de estos principios de igualdad vinculados con el surgimiento del Estado liberal tiene que ver con el igualitarismo democrático, que se extiende hasta perseguir el ideal de una cierta equiparación económica que es ajeno a la tradición del pensamiento liberal. Es por ello que las desigualdades se vinculan con una democracia insuficiente, que se reduce casi exclusivamente a los aspectos procedimentales, a la libertad formal.

Hoy más que nunca es necesario defender la igualdad como valor cardinal a fin de garantizar las condiciones materiales en las que debe ejercerse esa libertad. Como señala José Nun, “todo compromiso con la libertad es también un compromiso con las precondiciones sociales de la libertad. Si éstas no se hallan presentes, (...) si el sujeto no dispone de una cuota mínima de dignidad y está dominado por miedos tan elementales tales como el de no lograr sobrevivir, se sigue que carece entonces de autonomía y que su presunta libertad se convierte en apenas un simulacro”

Esta igualdad como valor central debe ser entendida como el derecho de las personas a tener iguales oportunidades para acceder a los bienes social y económicamente relevantes. Igualdad que también implica equidad y mecanismos de justicia redistributiva basados en la solidaridad colectiva.

En este sentido, el punto central que debe tenerse en cuenta a la hora de discutir políticas públicas debe ser el tema de la igualdad. La democracia no puede “congelar” al nacer las oportunidades de vida de la población. Es evidente que una sociedad que proporcione a sus habitantes derechos de acceso a recursos sociales básicos (salud, educación, etc), les brindará en consecuencia mayores oportunidades de vida que permitirán ampliar su espacio de libertades.

Deben garantizarse entonces los derechos ciudadanos sobre la base del avance de la igualdad, garantizando así iguales posibilidades de acceso a las oportunidades que les permitan su superación y desarrollo. Como ha señalado Carlos Marx en su “Crítica al Programa de Gotha” (1875), una sociedad madura debe inscribir en su bandera el lema “de cada uno de acuerdo con su capacidad; a cada uno según su necesidad”.

lunes, 26 de enero de 2009

EL RETORNO DE MARX


En los últimos 50 años, las teorías de Marx han quedado sepultadas bajo la pesada lápida de la historia. El totalitarismo stalinista y la estrepitosa caída del “socialismo real” que siguió al colapso de la Unión Soviética, lo que llevó incluso a un teórico neoconservador a proclamar el fin de la historia y el triunfo definitivo de la democracia liberal, pareció condenar a Marx al ostracismo y la oscuridad de pequeños claustros académicos.
Ante la crisis financiera internacional que vive el mundo hoy, el pensamiento del filósofo de Tréveris sale de las profundidades de la historia y vuelve al centro de la escena liberado de las ataduras del “marxismo-leninismo” y de las vejaciones de la historia. Marx no ha muerto, y así lo demuestra el renovado interés que se ha despertado en diversos ámbitos por El Capital –pero no sólo por él- como referencia para analizar el momento crítico del capitalismo actual.
Pero el Marx que regresa es el que alguna vez le dijo a Engels “lo único que sé es que no soy marxista”, un Marx sin “ismos”. Es decir, las teorías de Marx no ya como programa político de la izquierda, ni como análisis dogmático y determinista de la situación actual, sino como una hoja de ruta para entender y analizar críticamente la naturaleza y el desarrollo del sistema capitalista.
En El Capital Marx explica las características fundamentales del modo de producción capitalista como sistema de explotación y alienación. Y observa como en ciertos momentos históricos el sistema capitalista, en su búsqueda constante de producir cada vez más y expandirse en el mundo con el objetivo de maximizar el beneficio, entra en contradicción con las necesidades de la sociedad y con su capacidad de absorción de lo producido, y entonces se abre una de las crisis intrínsecas al capitalismo. En palabras del propio Marx: “en un sistema de producción en que toda la trama del proceso de reproducción descansa sobre el crédito, cuando este cesa repentinamente (…) tiene que producirse inmediatamente una crisis, una demanda violenta y en tropel de medios de pago. Por eso, a primera vista, la crisis aparece como una simple crisis de crédito y de dinero (…) Pero, al lado de esto, hay una masa inmensa de estas letras que sólo representan negocios de especulación, que ahora se ponen al desnudo y explotan como pompas de jabón”.
Este y otros pasajes de gran actualidad, nos hablan a las claras de la conveniencia de recuperar el legado teórico de Marx como herramienta para profundizar la crítica del capitalismo real. Como él mismo escribió, el mundo no puede ser cambiado sin antes ser entendido.
Ya a fines del siglo XIX el maestro Juan B. Justo, nuestro ilustre fundador, comprendió la importancia de la obra de Marx, emprendiendo así la monumental tarea de traducir por primera vez al español el primer libro de El Capital. Dicha obra, que vería la luz en 1896 con la edición de la imprenta Cao & Val en España, será durante décadas un punto de referencia ineludible para toda una generación de socialistas hispanoparlantes.
Justo mantendrá sin embargo una relación eminentemente crítica con muchos de los aspectos centrales de la teoría marxista, avocándose desde entonces, como él mismo lo señala en la nota del traductor a la 2º edición en español de El Capital en 1918 (primera en la Argentina), a la tarea de “interpretar, rectificar o ampliar” la teoría de Marx. Justo comprendió así desde un principio lo que siempre se negó a ver la ortodoxia: que el pensamiento de Marx jamás constituyó el “sistema cerrado” que sus epígonos hicieron aparecer con una identidad y unidad inexistentes
Como señalara el recordado José “Pancho” Aricó, la experiencia justista “representa la primera tentativa, teóricamente elaborada, de utilizar la doctrina de Marx para formular una propuesta que basada en el análisis de las condiciones sociales de su país permitiera la constitución de un movimiento capaz de alcanzar el objetivo final de una sociedad democrática y socialista”.
Es con este espíritu crítico con el que debemos volver a Marx. El capitalismo indudablemente se ha transformado, ya no es el que describe Marx en 1867. Sin embargo, en momentos en que la crisis ha desnudado la incapacidad de las políticas de libre mercado para garantizar el bienestar de la sociedad, muchas de sus ideas siguen teniendo vigencia en la lucha del socialismo por una sociedad en la que el “libre desenvolvimiento de cada uno sea la condición del libre desenvolvimiento de todos”.
En definitiva, como dijera alguna vez Mario Benedetti, “no hay Marx que por bien no venga”.