ENTRE EL ENTUSIASMO Y LA FRUSTRACIÓN COLECTIVA.
Han transcurrido 25 años desde que la Argentina recuperó la democracia, poniendo fin a un el largo ciclo de democracia y autoritarismo que caracterizó a la Argentina durante el siglo pasado.
El tiempo transcurrido dejaría en evidencia la profunda brecha existente entre las aspiraciones democráticas y los magros logros alcanzados. A lo largo de esos años reaparecía en varios momentos el fantasma de la fragilidad institucional y de la pérdida de la representatividad de la política. De esta forma, la “democracia como ilusión” que pareció emerger en 1983 pronto dejaría lugar -como señala Hugo Quiroga- a la “democracia como procedimiento”.
Si algo caracterizó al ciclo que va entre la recuperación democrática en 1983 y la crisis de 2001, es “el patrón de frustración que conllevó la acumulación de promesas incumplidas” Este descrédito de la “ilusión democrática”, con la consiguiente extensión del discurso antipolítico, del escepticismo y la desafección, explica en gran medida la profundidad de las crisis que atravesamos los argentinos.
Por ello, decimos que la democracia argentina se ha ido afianzando institucionalmente en un contexto caracterizado por las recurrentes crisis económicas, las profundas crisis representativas y los acuciantes procesos de exclusión y desintegración del tejido social. Y si bien es cierto que –afortunadamente- estas contradicciones entre un sistema institucional basado en la igualdad política y la creciente desigualdad social, sumadas a la inestabilidad y el escaso apego a las instituciones, no conducen necesariamente a un quiebre de la democracia, determinan inevitablemente su pobre calidad social e institucional.
La realidad latinoamericana de hoy muestra la resultante de la catástrofe económica y social que ha dejado el neoliberalismo después de 25 años de aplicación de sus recetas. Bajo la hegemonía neoliberal, y apuntaladas por el “pensamiento único”, las políticas de ajuste estructural y las reformas neoconservadoras, han sido responsables del crecimiento generalizado del desempleo, del desmantelamiento del Estado, de la concentración de la riqueza y del aumento en los niveles de pobreza y desigualdad social. Se instalaba así un modelo de crecimiento económico disociado del bienestar general, es decir, un “modelo de modernización excluyente”.
Si bien la hegemonía neoliberal ha conducido en casi todas partes a un fuerte incremento de las desigualdades, las consecuencias de la aplicación de estas recetas han resultado particularmente devastadoras en Argentina. La dinámica del modelo neoliberal fue moldeando –como ha sostenido Maristella Svampa- una “sociedad excluyente” estructurada sobre la base de la cristalización de las desigualdades tanto económicas como sociales y culturales.
Estos cambios al nivel del modelo de acumulación trajeron aparejados también profundos cambios en el funcionamiento de la política, que desde entonces se apoyará en dos pilares fundamentales: la subordinación de la política a la economía y la consolidación de una democracia presidencialista con fuertes rasgos personalistas y decisionistas.
En el plano institucional, este proceso se vió plasmado en la tendencia a la normalización del “estado de excepción” que dio lugar al abuso de los decretos de necesidad y urgencia, de la delegación legislativa y demás prácticas decisionistas que poco tienen que ver con el fundamento republicano de nuestra democracia.
En definitiva, asistíamos a un proceso de degradación y vaciamiento de una democracia que se iba deslizando hacia un régimen más asentado en la delegación que en la representación. Son indudablemente muchas las promesas incumplidas por nuestra democracia, y por ello, las recurrentes crisis económicas y sociales se han transformado en crisis de legitimidad de la dirigencia política y las instituciones representativas, proceso que hizo eclosión en diciembre de 2001, en el que la sociedad pasó –como ha dicho Luis Alberto Romero- del desapego a la furia.
Los partidos políticos argentinos atraviesan desde hace años una profunda crisis, esto es un dato de la realidad. Los recurrentes y acuciantes problemas de gobernabilidad que han caracterizado a nuestra democracia recuperada en 1983, tuvieron un profundo impacto deslegitimador sobre las instituciones representativas en general, y los partidos políticos en particular. Como consecuencia de este fenómeno que se ha conocido genéricamente como “crisis de representación”, las capacidades de agregación y articulación de intereses y de representación, es decir las llamadas funciones “clásicas” de los partidos, han sufrido un progresivo deterioro.
Si es cierto el apotegma de que no existe democracia moderna sin partidos políticos, también lo es que la calidad de la democracia dependerá en gran medida de la existencia de partidos políticos suficientemente representativos. En este marco, se torna necesaria una profunda e impostergable renovación de los partidos, a fin de adaptar sus estructuras tradicionales a los cambios que operan en nuestras sociedades y recuperar así su capacidad de funcionamiento pleno.
Hoy, tras más de dos décadas de ejercicio democrático continuado, en esta parte del continente soplan hoy nuevos vientos de cambio. Es cierto que América Latina va marcando así un nuevo tiempo como consecuencia del hartazgo de los pueblos que padecieron la catástrofe económica y social, siendo una expresión cabal de ello la llegada al gobierno de expresiones políticas que –más allá de los lógicos matices- intentan expresar las demandas populares, como en Paraguay, Uruguay, Brasil, Venezuela, Bolivia, entre otros países.
Parece existir hoy un consenso básico en torno a la necesidad de recuperar un rol del Estado que el neoliberalismo redujo a su mínima expresión; un Estado que bajo la influencia de dichas políticas perdió protagonismo, iniciativa y hasta unidad. Y existe también hoy una preocupación mayor por la igualdad que supone una distribución equitativa de la riqueza.
Sin embargo, más allá de las consecuencias de las políticas del “Consenso de Washington” y de la nueva voluntad popular que se ha expresado a través del voto, en la mayoría de los países no se vislumbra aun un proyecto alternativo que revierta -en los hechos- los parámetros de acumulación del modelo injusto consolidado durante las décadas de hegemonía neoliberal, y del modelo de dominación política que acompañó su instalación.
En este contexto, la región –Argentina también- experimenta además una situación paradojal: se ha legitimado una democracia política, pero de muy pobre calidad institucional. Fenómeno que Natalio Botana ha caracterizado como “insuficiencia institucional”, que ha venido dañando sistemáticamente el Estado de derecho democrático. “Legalidad atenuada y opacidad del Estado de derecho”, sostiene Quiroga. En definitiva, “un país al margen de la ley”, como sintetiza Carlos Nino.
Los dos pilares fundamentales en un camino de cambio y de progreso para nuestras democracias son la libertad y la igualdad. La supuesta tensión entre libertad e igualdad que tanto ha preocupado al liberalismo a lo largo de la historia, se resuelve a través de una distribución más equitativa de las libertades. Es decir, garantizando a todos y cada uno los recursos necesarios para el pleno ejercicio de las libertades individuales, recuperando así una ciudadanía plena.
La igualdad refuerza y profundiza la democracia. Por ello, la democracia tiene que estar entonces en sintonía con el criterio de igualdad, lo que exige necesariamente la disminución de las desigualdades existentes. De ahí que sociedades profundamente desiguales como las latinoamericanas entren en contradicción con la definición misma de lo que debe ser una democracia sustantiva.
Y la experiencia Argentina es por ello la demostración cabal de que, aun con tasas de crecimiento inéditas para la región, no hay posibilidad de avanzar hacia sociedades más justas e igualitarias sin un cambio en el modelo de acumulación vigente que supere definitivamente –en los hechos- la impronta de la matriz neoliberal que todavía persiste en muchas áreas.
El país asiste a un crecimiento sostenido de la economía que produjo un alivio a distintos sectores. Sin embargo, más allá de la persistente retórica anti-neoliberal y de algunos avances, no se vislumbra aun un proyecto tendiente a modificar con medidas concretas, el patrón de acumulación y las relaciones que este expresa. Las profundas desigualdades sociales siguen vigentes y si bien los índices de crecimiento económico representan un alivio para algunos sectores, no han logrado mejorar la calidad de vida de nuestro pueblo.
La Argentina viene creciendo por sexto año consecutivo a una tasa anual de un promedio de 9% anual, sin embargo, la inequidad social se ha consolidado en los niveles que caracterizaron a los ‘90. Hoy, la brecha de desigualdad que mide la distancia entre el 10% más rico y el 10% más pobre de la población asciende a 28,6 veces, cuando en los 90 promediaba 30, y en 1974 no superaba los 9. Vemos entonces que el crecimiento económico parece concebirse como un fin en sí mismo, cuando en realidad debería ser el punto de partida para la búsqueda de la equidad y la redistribución.
En este contexto, la discusión sobre la inequitativa distribución del ingreso no ocupa un lugar central en la agenda pública. Y esto se puede advertir con facilidad si se observa que la intervención estatal, en momentos en que la desigualdad alcanza niveles altísimos, se insiste con políticas sociales focalizadas en lugar de implementar políticas universales, no se aborda una reforma impositiva integral que revierta el carácter regresivo del sistema, se presenta una ley previsional que enmascara una nueva estafa a los jubilados, etc. En definitiva, un conjunto de medidas que lejos está de constituir una política redistributiva.
En el plano político e institucional, vemos que continúan presentes también muchos de los rasgos característicos de la democracia de los ’90: la tradición hiperpresidencialista, el modelo decisionista y la vocación hegemónica, en un deslizamiento peligroso hacia una “democracia plebiscitaria”.
En definitiva, tanto el modelo económico como el régimen de dominación política que acompañó a su instalación, siguen gozando de buena salud. Como diría Antonio Gramsci, vivimos en tiempos en que “lo viejo no termina de morir, y lo nuevo no ha terminado de nacer”.
El politólogo chileno Manuel Garretón señala que si bien las políticas correctivas del modelo neoliberal encaradas en diversos países de la región han tenido un éxito relativo en la lucha contra la pobreza y la indigencia, no han logrado avanzar sustantivamente en la lucha contra las desigualdades, en la medida en que no han enfrentado aun el problema de la redistribución del ingreso. Y lo paradójico de esta situación –continúa señalando Garretón- es que la resistencia a esas reformas redistributivas no provienen sólo de los sectores partidarios de la actual distribución de la riqueza, sino también de sectores políticos que afirman su progresismo.
En este contexto, entendemos que no habrá progresismo ni nueva política en América Latina sin reformas tributarias reviertan la profunda regresividad y el carácter asimétrico del sistema; sin reformas previsionales que pongan fin a la estafa perpetrada contra los trabajadores y que garanticen un sistema de seguridad social integral, justo y solidario; sin políticas sociales universales que logren romper los mecanismos clientelares de las políticas focalizadas que consolidan la exclusión; sin una nueva política en relación a los servicios públicos privatizados que garantice el acceso universal a los servicios esenciales; sin reformas educativas que reviertan la concepción economicista de la educación como gasto; sin reformas políticas que permitan el mejoramiento de la calidad institucional y promuevan una mayor participación social; y sin reformas laborales que promuevan la formalización y estabilidad a través de la generación de empleo digno y de calidad.
Las democracias delegativas conceptualizadas por O`Donnell –tan extendidas en la región- están en realidad estrechamente vinculadas con los problemas que el presidencialismo ha exhibido recurrente en la región.
Ante la realidad que hoy debemos enfrentar, se torna necesario plantear aquellas reformas institucionales impostergables para mejorar la pobre calidad de nuestra democracia. Y el camino adecuado es en nuestra visión la construcción de una democracia parlamentaria. Creemos en este sentido que el interesante y ya clásico debate que se planteó con fuerza en la ciencia política durante la década del ’80, cuyas principales protagonistas fueron Linz y Nohlen, hoy adquiere nuevamente sentido.
Y no precisamente porque pensemos que el diseño institucional tenga un efecto automático sobre el sistema político. No profesamos un “fetichismo institucional” creyendo que estos diseños son intrínsicamente virtuosos o perversos, ni creemos que puedan compararse experiencias históricas distintas, pero creemos que un diseño de tipo parlamentario podría tener algunas ventajas para las necesidades de una democracia como la nuestra, que poco tiene que ver ya con el fundamento del presidencialismo fuerte que Alberdi formuló en Las Bases inspirándose en la Constitución chilena de los Egaña, los “reyes con el nombre de presidentes” que reclamaba Bolívar para la América Latina independizada.
El supuesto básico acerca de que los sistemas presidenciales, en comparación con los parlamentarios, conducen a un gobierno fuerte, estable y efectivo, tiene en nuestro país muy poco fundamento. El presidencialismo en la versión argentina ha llevado a la configuración de un sistema político que ha perdido gran parte de sus atributos republicanos y se ha deslizado hacia prácticas autoritarias. No es el sistema más adecuado para procesar las crisis y garantizar la continuidad institucional; no promueve mecanismos de consenso y concertación.
Son evidentes de esta forma las dificultades que el diseño institucional ha venido planteando a la construcción de un compromiso democrático estable en la Argentina contemporánea. Frente a la visión estrecha de la gobernabilidad anclada en la confrontación y frente al deterioro a que estas prácticas han dado lugar, es preciso rescatar el pluralismo, el dialogo y el ejercicio responsable del disenso y la oposición como valores fundantes de la democracia.
Para quienes practican la “vieja política”, pareciera que es casi imposible entender y practicar la democracia sin poderes discrecionales, sin el reforzamiento del Ejecutivo y sin el consiguiente debilitamiento del Congreso. Una política que, como señala Quiroga en “La Argentina en emergencia permanente”, le rinde culto al altar de los plenos poderes.
Frente a ello, entendemos que la nueva política es aquella que viene de la mano de la participación ciudadana y de la institucionalización del consenso y la concertación. Por ello, sin la profundización de la participación no puede haber nueva política.
Hoy, más que nunca, crear una “democracia de nuevas bases” -como lo hemos señalado en un libro publicado en 2006- sintetiza el desafío democrático actual en la República Argentina. Una democracia que conjugue calidad institucional con justicia social y distributiva. Una democracia que recupere esa visión perdida de la democracia como gobierno del pueblo. La participación popular consciente es quién está ante la oportunidad, como lo ha sido en toda la historia, de hacer girar la rueda en el sentido del progreso social.
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